Hace tiempo que
fui, poco a poco, llegando al
convencimiento de que tenemos límites porque nos convencen de ello.
Un niño no tiene
límites, cuando le pides que te dibuje un barco o un avión, no te dice: “lo
siento, no sé dibujar”.
Somos los adultos
los que vamos transmitiéndoles los límites que antes, otros adultos, nos
transmitieron.
Es así como la
sociedad se defiende de individuos libres y, tal vez, demasiado poderosos.
Tal vez, volver a
ser niños consista, en cierto modo, en derrumbar esas barreras.
Como he dicho,
esa era una idea que maduraba lentamente dentro de mi mente. Pero me
faltaba algo, tal vez la constatación,
fuera de mi propia experiencia, que afianzara definitivamente dicha idea.
Fui madurando una
idea para salvar este escollo, idea que he podido materializar gracias a la
paciencia y buena fe de mis compis del grupo Sanyama.
Desde hace varios
años formo parte de un grupo que pretende promover una forma sana de vivir a
través del yoga, la meditación, el tai chi y, de cuando en cuando, alguna
experiencia de pintura meditativa que corre de mi cuenta.
Pero estas
experiencias siempre fueron dirigidas a meditar contemplando el comportamiento
del color, nunca requirió un verdadero ejercicio de creatividad por parte de
los participantes.
Pensando en los
límites y en su origen, pensé que estos límites estaban creados por la mente
analítica, la mente que hace cálculos, juzga y
sopesa.
Luego sopesé los
fundamentos de la meditación, y pensé: En la meditación usamos diversas
técnicas a fin de apagar o desconectar la mente.
Pero entonces
entendí algo. No es posible apagar la mente, cuando meditamos somos
conscientes, luego olemos, vemos, oímos y sentimos, ¿que es entonces lo que
apagamos en el proceso de meditación?
Y caí en la
cuenta. Lo que intentamos es desconectar el hemisferio izquierdo del cerebro,
esa parte nuestra que no para de armar ruido y lo juzga todo.
Cuando
desconectamos esa parte, el otro yo, el que habita en el hemisferio derecho, el
que siente, ve, huele y oye, y que por lo general se encuentra tiranizado por
el yo que pone etiquetas y límites a todo, sale a dar un paseo y a disfrutar de
su merecido recreo.
Y ¿acaso no es
ese yo el que no cambia con la edad?
En realidad sentir
sentimos lo mismo que cuando éramos
niños, es solo que nuestra experiencia, o domesticación, va cambiando el
significado y las etiquetas a esas sensaciones.
¿Y si consiguiera
amordazar esa parte de la mente, que le dice a mis compañeros del grupo, ¡tu no puedes!?
Reconozco que la
empresa se antojaba ambiciosa y arriesgada, pero decidí darme una oportunidad y
llevarla a cabo.
He de aclarar que los miembros del grupo al que me
estoy refiriendo, están absolutamente convencidos, en casi su totalidad, de no saber pintar.
El proceso no estaba
exento de complicaciones, pues mientras no se consiguiera poner la anestesia a
la mandona que habita en la mitad izquierda de nuestro cerebro y derrumbar las
barreras del miedo, esta no iba a dejar de instigar.
Pero con la
música adecuada, lienzos de 50x60 cm y materiales novedosos y rompedores, nos
pusimos manos a la obra.
La meta:
n
Descubrir que no tenemos porqué supeditarnos a
los límites impuestos por nuestro ego (no se lo digáis a nadie, pero este
individuo es el molesto habitante de ese hemisferio izquierdo, que por lo demás
resulta de mucha utilidad cuando debemos realizar algunos cálculos).
n
Perder el miedo a experimentar y descubrir cosas
nuevas, y constatar que hay todo un universo por descubrir en cada uno de
nosotros.
La técnica:
n
No permitirnos copiar, ni pensar, ni preguntar.
Dejarnos llevar por los impulsos en todo momento.
n
Las indicaciones fueron muy claras: No sopeses
que es lo adecuado, coge el color que llame tu atención y ponlo de la forma que
te apetezca hacerlo. No pienses en el resultado, coge pincel, brocha, rodillo o
espátula siguiendo tu primer impulso. Si, una vez puesta la primera pincelada,
no estás cómodo con esa herramienta, cámbiala, coge otra, pero no rectifiques
nada de lo ya hecho.
El resultado:
n
Creo que una imagen vale más que mil palabras.
Juzguen ustedes.
He de decir, que
aún con el resultado delante, la primera reacción general fue de angustia y
decepción. Entonces los puse de pie, les hice dar una vuelta y mirar de nuevo
el cuadro desde otro ángulo. El rostro de sorpresa fue generalizado. También hice
la prueba de enseñarles el cuadro a través del objetivo de la cámara de fotos,
de nuevo la sorpresa fue total. ¿Por qué? ¿Qué es lo que había ocurrido?
Simplemente
habíamos realizado la experiencia en dos fases, en la primera sesión hicieron
el fondo, tuvieron que enfrentarse a sus miedos y no terminaron muy contentos
con el resultado (ahí no hice la prueba de hacerlos cambiar de perspectiva).
Sin embargo durante la semana que separó la primera de la segunda sesión
aprendieron a quedar conforme o satisfechos con el resultado. Entonces vino la
peor parte, la de manchar el resultado del día anterior sin saber cual iba a ser el resultado de semejante
atrevimiento.
La angustia y el
miedo de estropear lo que ya habían conseguido les impedían ver realmente el resultado.
Creo que el
ejemplo puede resultar realmente significativo.